domingo, 2 de marzo de 2014

UNA FAMILIA

Tengo que confesar que no soy tan fanático de ver las competencias en los Juegos Olímpicos como lo fui en mis años mozos. Sin embargo, Kathleen y yo hemos visto siempre las ceremonias de apertura. Sospecho que durante mi vida televisiva, por decirlo así, he visto en blanco y negro, a colores, y ahora en alta definición poco más de 30 de estas presentaciones.

Todos tendríamos que maravillarnos de cómo la tecnología no solo ha mejorado la visualización de estos eventos en nuestras salas, sino que también ha aumentado la grandiosidad del espectáculo. La estructura que se utilizó este año en Sochi, en donde se realizó la ceremonia inaugural de los juegos de invierno, bien puede calificarse como el escenario más elaborado que alguna vez se haya construido. No tengo idea de cómo este lugar pueda ser usado en otro momento, pero fue una maravilla de ingeniería a nivel artístico y técnico esa noche de entretenimiento.

A medida que los artistas volvían a bastidores y se llevaba a cabo el acto inaugural de los juegos en sí, mi mente rápidamente se enfocó en algo más al oír al presidente de los Juegos Olímpicos repasar una vez más ante el público que la juventud del mundo se había reunido en el espíritu universal de la unidad de la humanidad.

La llama de la antorcha no había comenzado a iluminar la noche, ni los juegos artificiales habían terminado de emitir su último destello cuando los cantos del nacionalismo comenzaron a llenar el vacío que había dejado el arsenal utilizado.

Alrededor del mundo el conteo de medallas llegó a su máxima expresión, convirtiéndose en un símbolo de superioridad de las naciones que reunían la mayor cantidad de oros, platas y bronces.

Las revistas de moda apresuraban a sus imprentas para ser los primeros en criticar los uniformes de los participantes. Los expertos en propaganda política se apresuraban en publicar sus encomios o sus críticas referidos a la nación que hacía posible esta reunión unificadora.

Ni bien había terminado el espectáculo de los atletas marchando por el estadio en sus uniformes con los colores de sus países y ondeando las banderas de sus naciones; cuando en nuestra mente aparecían los cientos de miles de sus compatriotas que usaban otros uniformes. No uniformes para esquiar o hacer skating, sino uniformes que se hicieron para participar en una contienda mortal.

Aunque aplaudo y estoy agradecido de que cada dos años podamos recordar que somos un solo pueblo, no parece ser que estas reuniones hayan aumentado la unidad de la humanidad desde el día en el que los espartanos y los atenienses se juntaban por razones similares.

En la navidad pasada Kathleen me compró un calendario con citas diarias de la sabiduría del Dalai Lama. La del 7 de febrero dice: “Una de las más poderosas visiones que haya experimentado fue ver la primera fotografía de la tierra tomada del espacio exterior. La imagen de un planeta azul flotando en la profundidad del espacio, brillando como la luna llena en una noche clara, hizo que se grabara poderosamente en mí el reconocimiento de que en verdad todos somos miembros de una familia que comparte una pequeña casa.”

No obstante que existen muchas virtudes que deberíamos estar buscando ansiosamente y muchos vicios contra los que deberíamos estar luchando constantemente, sospecho que ningún cambio en nuestra naturaleza será de mayor importancia para nuestra existencia eterna que el aceptar y actuar bajo la creencia de que todos somos parte de una misma familia.

Y aunque comúnmente estamos limitados en nuestra capacidad de cambiar los prejuicios y las influencias divisorias que luchan contra el sueño de la unidad universal de la humanidad, todos podemos intentar más constantemente elevar a nuestro hermano, amar a nuestro prójimo y menguar la intensidad de las fuerzas que nos dividen.

(Continuará)

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